Muchas veces he criticado algunas características de nuestro sistema socioeconómico, por ejemplo, que favorece que las
autoridades tomen decisiones priorizando más el interés del partido o de un
colectivo frente al interés general. También he hablado sobre la necesidad de separar,
en alguna medida, a los lobbies del poder político. Su proximidad es un mal que
probablemente ha ocurrido siempre a lo largo de la historia y en todos los
sistemas socioeconómicos.
En otras ocasiones he detallado la negligencia de diversas instituciones públicas
y su falta de asunción de responsabilidades tras sus decisiones. No es que yo
practique el pesimismo por deporte, es que creo en la eficiencia de las cosas,
en la posibilidad de mejorar y de hacer las cosas mejor. Ese proceso de mejora
requiere que en el orden social, igual que ocurre en el mundo animal, exista
una relación causa-efecto entre las actuaciones y las consecuencias. Esa
relación es clara en las tomas de decisión empresariales y en las de los
consumidores, por eso son más eficientes que los oficiales y las grandes instituciones
al tomar decisiones, porque sufren directamente los efectos de sus actos. El
ser humano toma muchas decisiones cuyas consecuencias disfruta y/o sufre. Ahí
está mi fe en el sistema, en la descentralización hasta un nivel donde las
consecuencias existan.
Hoy quiero hablarte de Masao Yoshida. ¿Sabes quién fue? Yo no lo conocí, ni
supe de él hasta que murió hace ahora pocas semanas (el 9 de julio de 2013). No
sé si era un buen padre o marido, si fue un buen estudiante o un buen amigo,
pero sé algo importante: que arriesgó su vida por intentar mejorar las cosas. Yoshida
lideró un equipo que luchó por mantener bajo control los reactores nucleares de
Fukushima tras el accidente provocado por un tsunami en marzo de 2011. A ese grupo se le llamó los 50
y recibió el Premio Príncipe de Asturias en 2011. Desgraciadamente, hacer lo
correcto conlleva, en ocasiones, pagar el máximo precio, perder la vida.
A Yoshida le diagnosticaron cáncer a finales de 2011, del que murió un año y
medio después, a la edad de 58 años. TEPCO (Tokyo Electric Power Co.), la
compañía que opera esa central nuclear, ensalza la figura de este empleado a la
vez que niega que el cáncer tuviera relación con la labor realizada en la
central tras el accidente.
Probablemente nunca sabremos si su enfermedad fue consecuencia directa o no
del accidente. Lo que sí sabemos es que esta persona hizo que otros abandonaran
la zona mientras él y algunos más (tan héroes como él) se quedaban para
intentar contener el riesgo que se iba materializando.
Mientras los dirigentes políticos tienden a desviar la atención mediática de
aquellos eventos que les dañan electoralmente, mientras infravaloran
oficialmente el daño ecológico o el hecho de que hoy la central nuclear siga
emanando gran radioactividad (especialmente en forma de líquido radioactivo que
sigue fluyendo al mar), otros arriesgan su vida en silencio por hacer lo correcto.
Para mí, son los actos de estas personas los que muestran lo mejor de nuestra
esencia, los que recuerdan que hay cosas más valiosas que negociar un
presupuesto o salvar a la banca. Estas heroicidades, casi anónimas y sin
segundas intenciones, son la mejor promesa de mejora y subsistencia social, más
allá de cualquier crisis económica o de cualquier líder. Hoy quiero dedicar
este artículo a honrar la memoria de todas las personas que, sin salir en la
prensa, han luchado arriesgando o incluso perdiendo su
vida por mejorar la del resto.
Termino con una sugerencia: seguro que sería tranquilizador para la población
que el gobierno japonés y sus familias se trasladara a vivir una temporada a los alrededores
de Fukushima, ya que todo está oficialmente controlado… eso sí les daría votos.
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